lunes, 23 de enero de 2012

Lágrimas y santos (segunda parte)


Y después nos reencontramos con mi amigo y su marido, y de nuevo volvimos hacia la Plaza Unirii, y fuimos por las callejuelas del casco antiguo, y la gente jugaba a los dardos en los locales, y al pasar veía las pequeñas puntas de los proyectiles hincándose en el objetivo, y pensé que era un arma antiquísima, utilizada incluso antes de la aparición de los primero ladrillos, y de las primeras calles, y de los primeros gobiernos del mundo y de la historia y que los luchadores están por todas partes, y que todos somos luchadores, y que todo es solamente juego y lucha, y que esto se ve en todos los juegos y en todos los ligues, y en cada noche de amor, y que simplemente sucedía que esa noche nuestro juego era mayor y más fuerte, y llegamos a la Plaza Unirii, atraídos por los fuegos encendidos por los protestatarios, y nos acercamos a una de las piras encendidas, y estábamos cautos y tensos, pegando un respingo a cada estallido, y el animal en nosotros oscilaba fascinado, y me dio la impresión de que nosotros, muchos y diseminados y de nuevo reagrupados, y diferentes e iguales, estábamos unidos entre nosotros por las bufandas coloridas, y que todas esas bufandas dibujaban en nuestros rostros muecas de animal. Y éramos hienas, y éramos cebras, y éramos búfalos y éramos chacales, y éramos liebres, y éramos antílopes, y éramos ciervos, y éramos lémures. Y la plaza se había transformado en una sabana, y el parque anémico de la Plaza Unirii se había transformado en una selva negra, y de la espesura refulgían hacia nosotros, en azul y rojo, las miradas de los leones que defendían su territorio. Y se oía su jadeo. Y nosotros gritábamos, y rugíamos, y chillábamos, y mugíamos, y gañíamos, e intentaba yo también hacer uno u otro, pero no podía, simplemente no podía, y ahora tampoco sé por qué, y puede que por eso, cuando aquellos leones negros salieron de la espesura, y atacaron con fuerza, y desperdigaron a la multitud, y yo me vi contra un muro, pues bien, puede que por eso, porque no podía hacer nada, vinieran hacia mí tanto el Señor Dios que, ja, estaba justamente al doblar la esquina, escondido en la Basílica de Juan Bautista, llamada San Juan el Nuevo, como decía antes, en todas partes había una basílica, como también Domnita Bălaşa que estaba a la derecha, y también Patriarhia delante, y, más allá a la izquierda estaba también Radu Voda, y detrás San Antón, y fíjate, hasta Tú estabas más allá de los bloques y los edificios, y hasta Tú encontraste un camino para escapar detrás de ellos de la furia de los leones, y solamente yo me pegué a un muro, y mira tú, me voy a caer entre Tus basílicas, así que, ¡venga, haz algo! Y qué rápido se acercaban, sobre todo los de la izquierda, y qué mal me miraban, e incluso me dio tiempo a recapacitar, qué raro es todo esto, y cuánto y qué rápido puede el hombre o el animal pensar y ver en un rato tan corto, y me dio la impresión de que estaba borracho o drogado o solamente lleno de furia, y me dio tiempo a decidir que, al final, no hay ninguna diferencia entre todo esto, y detrás estaba el fuego que ardía tan bonito y dorado, y aún así no era tan bonito como el gorro ese con orejeras, de pelo blanco, brillando como un aura, lleno de la luz de las grúas del aparcamiento subterráneo que se está construyendo en la Universidad, gorro que llevaba la muchacha que reía y se amaba y giraba como en una película rusa con su amado, bajo el estruendo y en el humo, y pensé que estaría bien conservar esta imagen en la cabeza sobre la que habría de caer la porra. Y los leones corrían hacia mí hombro con hombro, y yo estaba hombro con hombro con un muro extraño, y sabía que era demasiado tarde para intentar huir, que me golpearían por la espalda, y no quería esto, y su mirada era como una linea confusa bajo los vidrios empañados por la ardiente respiración y los escupitajos y él, el drogado, o el borracho, o el furioso, me preguntó con una voz cual gemido si “¿ésta es la democracia que queréis? ¿sííí?, ¿es ésta la democracia que quisiste?” […] y levanté los brazos entre las basílicas y dije ¡No!¡Nooooo!, y no sé si le respondí a la pregunta o solo a su intención. Y todo pasó muy rápido, y puede que mi bufanda gruñera más inocente, y puede que Tú, Dios escondido tras los bloques, hicieras algo, cogieras el brazo de su colega y lo pusieras sobre el bate levantado. Y lo mandaste a otra parte. Y me quedé allí unos cuantos segundos, temblando, y después huí por una callejuela, y después me di cuenta de que había perdido a mi amigo y a su mujer, y de que era como aquel perro que caminaba en círculos, y que él tampoco ladraba ni gemía de ninguna manera. Y busqué a mis amigos como si fueran mis amos, y los encontré. Y toda la noche fue así, hora tras hora, tras hora, y vi hombres golpeados y ambulancias aplaudidas...

Y vencieron los leones. Y hete aquí que estaban solos, dueños incuestionables de la sabana, y en sus cascos brillaban las marcas luminosas de la ciudad y el parpadeo de las sirenas, y los fuegos que apagaron los bomberos, y esperaba oír en la noche el profundo rugido de la victoria, y no se oyó, y creo que ellos también, los leones, sabían que, aunque hubieran vencido, el simple hecho de que hubieran tenido que luchar fue una especie de derrota. Y, extrañamente, sentía cómo mis preguntas de hasta entonces hallaban de repente una especie de respuesta. Y el humo se disolvía lentamente, y nosotros, los pocos que quedamos, nos quitamos las bufandas y volvimos a ser hombres. Y fui hasta el centro del bulevar para mirar. ¿Y qué ver? Y vi el asfalto humedecido por el agua de los bomberos y de los gendarmes, húmedo de las lágrimas y las flemas, y los vómitos. Y vi las máquinas que limpiaban el centro de la ciudad de los adoquines y de los pedazos de las vitrinas y de los vidrios rotos, y de los quioscos aplastados, como si lo estuvieran limpiando de las heces de los animales. Y de un grupo de gendarmes se separó uno, solamente uno, y vino hacia nosotros, hacia mí y hacia la mujer de mi amigo, que estaba a mi lado, y parecía un ciborg de las películas, y no le veía la cara, pues estaba de espaldas a la luz, a la luz de los anuncios, y veía solo mi propio rostro en el vidrio de su casco, y di una calada al cigarro soplando el humo hacia mi imagen aplicada en un cuerpo que no era el mío, y se paró a mi izquierda, y tras dudar un segundo se levantó la visera y volvió a ser un hombre. Y era un rostro rechoncho y honrado, que parpadeó vacilante, y murmuró algo tímido: “ha sido una locura hoy, ¿no?” Y a mí me apeteció reír, una especie de risa demente, reír como no había gritado en toda la noche, y golpearle en la cara con mi risa como le habría golpeado con una piedra. Y pese a todo tenía razón, y no te ríes en la cara del hombre que tiene razón, así que no me reí, y solo sonreí y le dije: “¡Lo ha sido!” Y después llegó un gendarme más, alto y delgado, y se levantó la visera y vi un rostro con una sonrisa alegre y joven. Y me parecía que era una farsa, no podía creerme lo que pasaba, y me apetecía decirles, bien, ¿y ahora qué, nos tomamos una birra? Y era como si todos fuéramos hombres honrados y puede que incluso fuéramos todos hombres, perros, santos, y puede que solo hubiera desempeñado un papel, y que ahora fuéramos a casa o a un bar, satisfechos de cómo nos había salido. Y se acercó un tercero, y todo era ya bastante bizarro, y se portaban como los perros callejeros que, si ven que acaricias a uno de ellos, vienen todos y mueven la cola, y mira, así era, también ellos eran perros como yo, y hombres como yo. Y el tercero le pidió a los otros dos un cigarro, y no tenían, y se lo di yo, y me dijo orgulloso que no quería un mechero, que fuego tenía él, y yo esto lo sabía, lo de que todos ellos tenían fuego. Y dijo que tenían grandes problemas con los ultras, y yo les dije que no solo había habido ultras, que también había habido cebras, y ciervos, y toros, y ellos lo reconocieron y dijeron que no siempre se pueden hacer diferencias y que, para ellos, las bufandas son todas iguales, y que cumplen órdenes, y que puede que a algunos de los protestatarios se les pagara para ser violentos, puede que 50 lei la hora, y que ellos no ganan tanto, y que seguro que nosotros tampoco, y nosotros les dijimos que entre los animales de esa noche había muchos, muchos de los que habían bramido y chillado, y mugido, y gañido que lo habían hecho también por este injusto hecho. Y sonrieron, con aire cohibidos. Y los miraba y me gustaba creer que, por fin, también ellos, como yo, se preguntaban: yo, ¿de parte de quién estoy? Y no les pregunté si se lo preguntaban. Y los llamaron a los furgones, y se fueron, y yo me quedé unos segundos más para terminar el cigarro entre los coches y hombres que limpiaban el escenario. Y después también yo, y mi amigo, y su mujer, nos fuimos a casa.

Y no corrimos más, solamente anduvimos, despacio, lentamente, así...
… como si nos hubiéramos quedado.


Traducido por Elena Borrás García

1 comentario:

Anónimo dijo...

multumim, Elena.
si totusi ce te mana in lupta de vii in fiecare seara in Piata alaturi de noi?